Si una mujer logró desbaratarme hasta el fémur
fue por su sobrada falta de simetría
por esa su
alambrada de púas trepándose en mi primer nervio a regañadientes
por esa su
cabeza que más que cabeza era una bola de ferrocarriles
en celo
un espectáculo de mercaderes ambulantes en pleno orgasmo
un desastre de tálamo.
La amé por curtiembre y por su galaxia de anfibios
un celeste atorrante que coloca a cualquier con la cara
de equilibrista
a punto de romperse y que se rompe.
Era un azote de olas provocada por cuatro lunas
un tsunami capaz de atragantarse el cinturón de Orión entero
y aun así no sabía tender ni la cama.
Era la desquiciante
mi desquiciante
la que sólo me dejaba el alma llena de ropa sucia y de sauces a medio talar
y con la casa llena de alacranes copulando por mis alfombras
la que arrojaba todo contra los vidrios y éstos no se rompían
solo nos rompíamos los dos
a carajazos.
Aun teniendo los ojos como caballos de Troya
le ofrecí mis llanuras
sacudiéndose dentro
espoleó
y cabalgamos directo a perdernos
primero los estribos después las nucas
hasta quedarnos sólo con las mandíbulas colgando.
Nunca antes había conocido el sexo entre dos herraduras.
Era el verbo más torcido que había explorado mi lengua
la que prefería clavarme una caja de clavos en las sienes
antes que empaparnos en aguas tibias
la muy querida desalmada arcada
la más exquisita puñalada entre tanta cosa insípida.
Todos buscamos alguien tan infame como nosotros mismos.
La elegí en aquel entonces
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